Recuerdos del abuelo

Relato navideño
P. Juan María Gallardo
1° domingo de adviento de 2009

Mi querido nieto, hoy puede ser un buen día para que te cuente con detalle lo más importante que me ha sucedido en la vida. Es verdad que tu madre te ha contado la historia repetidas veces. Pero nunca la escuchaste completa, directamente de mis labios.
Nací en la casa de san José y allí me criaron. El papá de san josé fue un hombre muy bueno, justo con todos, ordenado y trabajador. Virtudes que heredó y multiplicó san José, su hijo mayor.

Se trabajaba bien en la quinta del abuelo de Jesús. Empezábamos muy temprano; un descanso y un media-mañana –agua fresca y algo para comer- para terminar, cerca del mediodía, con un abundante y generoso almuerzo. Por la tarde retomábamos el trabajo –después del descanso de la siesta- hasta la tardecita; nos daban un refrescante baño y nos largaban al campo. El trabajo era variado. A mí me gustaban las tareas de transporte. Lo hacía bien. Por eso solía ser elegido para acarrear agua, leña, frutas, etc.
Pero lo que más me gustó siempre fue transportar personas. Puse un especialísimo esfuerzo para aprender un paso acompasado para facilitar la cabalgadura. Sin orgullo te puedo decir que adquirí –con el paso de los años- un particular don para transitar por caminos difíciles con piedras y pozos, subidas y bajadas.

Cuando se casó san José con la Virgen fui uno de los regalos de casamiento. La idea fue de la mamá de san José. Ella pensó en la Virgen. Y pensó en Ella porque nadie, como la abuela de Jesús, disfrutaba de los viajes en mi lomo. A mí me encantaba llevarla. La quise tanto… Me hacía sentir útil e importante. Siempre tenía unas palabras para mí, antes de montarse. Le gustaba acariciarme el hocico y darme palmadas en el cuello. Yo me esforzaba muchísimo por pisar correctamente y mantener mi paso de paseo; había que estar concentrado. Al finalizar los trayectos, muchas veces me regalaba un premio: algo dulce para comer o tomar.

El día de mi partida, la abuela me abrazo llorando pero contenta. Yo también lloré; y no me quería ir. San José se dio cuenta y trató de consolarme. Es una pena que los hombres no nos entiendan. Nosotros comprendemos todo lo que hablan, pero ellos no entienden nuestro idioma. Qué se le va a hacer, la raza humana también tiene sus limitaciones.

La casa de san José era muy linda y sencilla. Por suerte no estaba lejos de la de sus padres.
Seguro que los iremos a visitar seguido, pensé.
Después de unos días llegó la Virgen.
Si bien la había visto varias veces desde lejos, no la conocía.
Se encontró con varias sorpresas en la casa, preparadas por san José. Entre esas, yo.
Cuando la llevó al establo me presentó:
“Fue el burro de mamá y te lo manda de regalo. Ella dice que es el mejor vehículo de Nazareth y, posiblemente, el burro más importante de la historia. Nadie podrá igualarlo en espíritu de servicio, mansedumbre y gallardía.”

“Abuelo, qué presentación más impresionante. Ya se ve que la abuela de Jesús te conoció muy bien.”
Es verdad que la mamá de san José me conoció muy bien. Por eso, también supo de mi terquedad y de mis rezongos, de mi pereza y de otras muchas debilidades y defectos.
Lo cierto es que san José se mandó una presentación que llevó a ponerme todo colorado. A la Santísima Virgen se le iluminó la cara y –como si fuera un acto reflejo- se me acercó y me abrazo poniendo su mejilla cerca de mi oreja.
Luego le dijo a san José:
“Qué generosa ha sido tu madre conmigo. Se ha desprendido de un verdadero tesoro.”
Luego, mirándome, agregó:
“Me siento muy honrada por tenerte. Procuraré tratarte como lo hicieron en la casa de José. Gracias por haber venido y por estar aquí.”

Yo volví a ponerme todo colorado
La Virgen es lindísima.
La mujer más linda que he visto en mi vida.
Yo sabía que estaba embarazada.
Y… ¡Ese sí que fue un tema…!


Al principio, yo no sabía lo que estaba pasando… pero, después de los esposorios (y antes de que fueran a vivir a la casita nueva) vi a san José como nunca.
Era rarísimo.
San José habitualmente está sonriente y con la cara como iluminada. Es su alma que le sale por los poros y los ojos. Pero esos días, estaba totalmente apagado. Se lo veía como triste, como si una tormenta de nubes negras se le hubiera instalado en el corazón.
Yo estaba con su mamá cuando vino a verla. San José le dijo:
“María espera un niño. Pero no es mío.”
Y su mamá le respondió:
“Yo también me he dado cuenta del embarazo. Y pensé –lógicamente- que eras el padre. Esto me ha tenido muy mal todos estos días. Le pedí a Yavé una explicación y un consejo para saber qué hacer; pero no he conseguido entender nada todavía.”
“Madre, continuó José, es Yavé el que está de por medio. Esto debe tener que ver con la vocación que pensó para Ella. Lo que me pasa es que no sé cuál es mi papel…, qué es lo que tengo que hacer… Lo que se me ha ocurrido es marcharme. Creo que puede ser lo mejor para todos. De esta manera todos me culparán a mí.”
“Mirá, hijo, vamos a rezar y vamos a esperar un poquito. Si es obra de Yavé, Él nos dará la respuesta.

Esa noche yo también recé como nunca. Y le pedí a Dios que resolviera este dilema. Y Dios fue tan bueno que aclaró todo. Mando a un ángel a san José para explicarle que María se había convertido en la madre del Emmanuel –del Esperado, del Deseado, del Salvador- por obra del Espíritu Santo y que él se convertiría en el padre adoptivo del Hijo de Dios.
Al día siguiente volvió la alegría y hubo fiesta familiar. La Virgen y sus padres vinieron a almorzar y todo eran risas y canciones. Después supimos que también la Virgen estaba esperando que Yavé se manifestara a las familias.
Los primeros meses en la casita nueva fueron muy tranquilos. Mis trabajos habían disminuido respecto de mi antiguo domicilio. Ya no tenía tareas pesadas y solo me dedicaba al transporte de agua, leña o comida, que muchas veces buscábamos de la casa de los padres de san José. También, de vez en cuando, trasladé troncos que luego se convertían en maderas y éstas, a su vez, en muebles, tranqueras, puertas o ventanas.

Como comprenderás nieto mío, lo que más me agradaba era transportar a mi Ama. No requirió, por ese entonces, mucho de mis servicios para no exponer a Jesús en ningún tipo de riesgo.
Una tarde, después del trabajo, escuché cómo san José le explicaba a la Virgen que tenía que viajar a Belén para anotarse en un censo, ordenado por Cesar Augusto.

“Vos no tenés que viajar”, dijo.
Podés quedarte en lo de mis padres o con los tuyos. Si preferís podemos pedirle a mi madre o la tuya que se vengan unos días a casa. ¿Qué te parece?”
“Me parece que yo quiero acompañarte. Prefiero que estemos los tres juntos.”
“Pero…, son tres día de camino y vos no estás para muchos trotes.”
“Es verdad. Pero también es verdad que tenemos el mejor burro de la historia, con el paso más amable que existe y existirá. Además, si llega el Niño, yo quiero estar con vos y que también lo esté mi Hijo.”

San José se quedó preocupado. A la Virgen le faltaba muy poco tiempo para dar a luz. Como san José es un hombre con la cabeza clara –muy ordenado, prudente y previsor- arregló todo para el viaje y pagó, a buen precio, la mejor habitación de la mejor posada de Belén.


Por el frio, no partimos temprano.
No nos acoplamos a ninguna caravana pues el camino estaría bastante poblado por el tema del censo. De Nazareth partirían muchos hacia Belén, en esos días. Además, José pensó que el ritmo y el ambiente de la caravana no eran los adecuados para la Virgen. Fuimos a nuestro ritmo con nuestro ambiente.

Evidentemente tardamos más tiempo del acostumbrado. Viajamos paseando y tomándonos nuestros tiempos para que a la Virgen no se le hiciera tan áspero el camino. No tuvimos problemas para encontrar lugares dónde poder pasar las noches.
Lo que –quizás- fue lo más bravo, fue el frio. Tuvimos mucho frio. La Virgen estaba bien abrigada y san José se ocupó de vigilar, continuamente, si sus mantos estaban bien puestos. El que tapaba sus manos se desacomodaba o se caía con cierta frecuencia. San José miraba de reojo hacia atrás y se acercaba con frecuencia para revisar todo.

La Virgen estaba muy callada. Rezaba. Supongo que hablaría con su Padre Yavé, con su Esposo el Espíritu Santo y con su Hijo nonnato. José lo percibió desde el primer momento y respetó ese silencio. Él también rezaba. Rezaba y caminaba, rezaba y vigilaba…
Cuando llegábamos a algún poblado o nos cruzábamos con alguna majada, san José compraba leche de vaca o cabra. A la Virgen le gustaba. Estaba calentita y ayudaba a recuperar temperatura.

Por fin llegamos a Belén.
No nos imaginamos que habría tanta gente. Fuimos a la posada que había reservado y pagado san José. El dueño no nos dejó ni entrar. Dijo que no había recibido nada. Nunca supimos si el emisario se quedó con la plata o el posadero se aprovechó de las circunstancias. San José no tuvo muchas posibilidades de quejarse ya que le cerraron la puerta en la cara. La Virgen le dijo que no se preocupara y se pusieron a buscar otras posibilidades. Después de algunas horas el panorama se presentaba complicado. Todas las casas de parientes y pensiones estaban abarrotadas. Hasta las caballerizas y galpones hospedaban descendientes de la familia de David.

San José estaba preocupado.
La Virgen lo tranquilizaba diciéndole que Yavé estaba organizando las cosas para la llegada de su Hijo.
“Querido José, nosotros preparamos la venida del Niño de una manera pero –ya lo vemos- Yavé preparó otra.
Yo hubiera querido que naciera en casa. Allí tiene todo dispuesto. Todo lo que yo le preparé…; la cunita y el moisés que vos le hiciste…; los regalos de abuelos… Vos reservaste y pagaste un buen lugar aquí, en Belén… Todo lo que está sucediendo no es por casualidad. Vamos a ver qué es lo que Dios quiere. Él nos mostrará.”

Y así fue. Yavé, por medio de unos buenos parientes nos hizo llegar a una cueva que servía de establo, en las afueras de la ciudad.
La vista, desde allí, era preciosa.
Llegamos al atardecer.
San José prendió un fuego afuera para que la Virgen tomara un poco de calor.
Luego nos metimos en la cueva. No era fea y no estaba tan fría. Un buey nos dio la bienvenida. San José acondicionó el lugar lo mejor que pudo. Barrió sin levantar tierra y acomodó las cosas. Luego prendió otro fuego que iluminó la estancia.
Cuando salió a buscar a la Virgen estaba anocheciendo. Belén se veía iluminada. Luces en las casas y fogatas de los advenedizos en muchos lugares.
San José tapó un poco la entrada con un manto y algunas maderas.
Luego cocinó.
Comimos todos. También el buey, que se puso contento con la compañía.
Después de la comida y también gracias al fuego el ambiente estaba muy amable. Por suerte Yavé había dispuesto las cosas para que hubiera agua, leña, lugares para sentarse y abundante paja para el buey y para mí. Con esa paja san José improvisó un par de colchones que parecían muy cómodos.
Después de un ratito y de alimentar abundantemente el fuego san José y la Virgen se acostaron a dormir. San José se quedó dormido a los cinco minutos. La Virgen no. Yo tampoco. El buey también se durmió.


Yo miraba a la Virgen y al fuego.
Después de un rato, la Virgen se incorporó un poco y se sentó apoyando su espalada contra un fardo. Así estuvo unos quince minutos. Se veía que rezaba. Luego se levantó y fue a buscar unos pañales que puso a calentar cerca del fuego. Se puso de rodillas.
Una luz comenzó a hacerse cada vez más fuerte. No porque hubieran avivado el fuego sino por que comenzaron a llegar ángeles. Primero uno, luego otro y otro. No sé si la Virgen los veía; yo sí. En pocos minutos toda la gruta estaba radiante y enteramente llena de ángeles. Algunos sentados, otros de pie, muchos arrodillados, otros volaban. Unos en el piso, otros en las paredes, arriba en las rocas o estáticos en el aire.

Todos en silencio.
Un silencio maravilloso.
No solo no se escuchaban los grillos; hasta el fuego estaba mudo. Toda la naturaleza observaba a la Virgen. Y digo toda la naturaleza pues era como si hubieran tomado vida las piedras, los troncos, el fuego y hasta el aire.
Toda la naturaleza, en silencio, miraba a la Virgen. Estoy absolutamente convencido de que Yavé había permitido que toda su creación –las montañas, los mares, el reino vegetal, la luna y todas las constelaciones y galaxias- presenciara la llegada de su Hijo.
La Virgen estaba más bella que nunca. Claramente se veía que Ella era la obra maestra de Yavé, il cappolavoro del Artista Divino, lo mejor que salió de sus manos. Ella seguía haciendo oración. De rodillas, sus manos juntas, recogida con la cabeza baja y los dedos tocando la frente.


De pronto, vimos como una explosión de luz. Unas potencias enceguecedoras irradiaban a la Virgen y dejé de verla. La luz era tan fuerte que, sin hacer daño, no permitía ver absolutamente nada. Comencé a oír un coro de ángeles que, con una voz angelical –nunca dicho con tanta propiedad- y en diversos tonos cantaba felices:
Gloria a Dios en las alturas
y en la tierra paz a los hombres.
La luz comenzó a mengüar y, poco a poco, comencé a ver: primero a los ángeles, luego las piedras y objeto más oscuros… Yo me esforzaba por mirar a la Virgen. Cuando conseguí verla, estaba de rodillas con su Hijo en brazos. Los ángeles continuaban cantando. San José continuaba durmiendo. Me parece que fue una paradoja divina que toda la creación –excluida la raza humana- haya participado de alguna manera en el nacimiento de Jesús; solo quienes no tuvieron jamás pecado alguno presenciaron la venida del Mesías.

Me parece que fue el llanto de Jesús lo que despertó a san José. Cuando se incorporó y vio el espectáculo se quedó petrificado y con la boca abierta. La Virgen, para “traerlo” a la realidad, le dijo:
“Sé bueno, José, alcanzame el pañal que está junto al fuego, calentándose.”
Después que la Virgen puso el pañal –con mucha naturalidad, como para que reaccionara san José- le dijo:
“A ver, José, sostenelo un ratito a Jesús que voy a buscarle un poco más de abrigo.”
José recibió al Niño emocionado y feliz. Lo miró, lo besó y lloró mansamente. Luego la Virgen terminó de vestirlo.
Los ángeles contemplaban la escena. Creo que solo Jesús y yo los veíamos –el buey continuaba durmiendo.
Después de ser alimentado, el Niño se durmió. Luego se durmió su Madre. San José, en cambio, permaneció de rodillas rezando y atendiendo el fuego. Con mi nuevo amigo el buey –una vez despierto- nos acercamos sin hacer ruido para echarle calor a Jesús con nuestra cercanía y aliento.

Nieto querido, esto es lo más importante que me ha pasado en mi vida. Fui testigo del acontecimiento más maravilloso que sucedió en la historia del universo. ¡Qué privilegio! ¿No?
Toda la vida he dado gracias a Yavé por este regalo que, además, no ha sido el único. Muchos fueron los dones que recibí y que recibiremos.

-“¿Recibiremos?”, preguntó el nieto.
Sí, recibiremos. Me ha contado Jesús que dentro de unos siglos -13, creo recordar- inspirará a un santo llamado Francisco, oriundo de Asís, para que anime a los fieles cristianos a que fabriquen “pesebres” o “belenes” (representaciones pláticas del misterio del nacimiento del Señor), en los que no faltaremos nosotros, los burritos. También me nombró otros muchos escritores y santos –sólo recuerdo a uno llamado Josemaría- que predicarán y escribirán cosas muy lindas de nosotros. Por eso, tenemos que pedirle a nuestra Ama para que interceda ante Dios para que seamos buenos, fieles, serviciales, mansos y humildes de corazón, como su Hijo. Imploremos la gracia de morir trabajando para Yavé. Y pidiendo que con nuestra piel fabriquen tambores y panderetas para tocarle y cantarle al Niño Dios, todas las navidades.

Termino este relato contándote el favor más lindo que Jesús quiso darme. Y que tiene que ver directamente con vos.
-“¿Conmigo, abuelo?”
-Sí, con vos.
Me ha dicho el buen Jesús que para agradecer mis servicios… -yo soy el que tengo que agradecer…, pero, así es Jesús- quiere que seas vos quien acompañe a la Virgen, después de que Él se vaya. Que la acompañes a casa de san Juan y que la cuides con él hasta que vuelva a buscarla.

Y… también otra cosa, preparate ahora y andá con tu madre.
Van a venir a buscarte.
Jesús te eligió para entrar triunfalmente en Jerusalén.
En tu lomo, el Señor del cielo y de la tierra recibirá el cariño y la alabanza de muchos antes de dar su vida en la Cruz.
Y vos vas a ser testigo de todo ello como yo lo fui de su nacimiento.
¡Bendito sea Jesús y la Madre que lo trajo al mundo!

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