de la Capilla Santa Ana
Córdoba, 10 de setiembre de 2010
Creo en la misericordia divina
Por el P. Fernando Pascual
La palabra misericordia tiene su origen en dos palabras del latín: miserere, que significa “tener compasión”, y cor, que significa “corazón”. Ser misericordioso es tener un corazón compasivo. La misericordia, junto con el gozo y la paz, son efectos del perdón; es decir, del amor.
Un palpable ejemplo de este tipo de amor misericordioso es el de Dios, que siempre está dispuesto a cancelar toda deuda, a olvidar, a renovar. Para educarnos en el perdón debemos constantemente recordarlo. Valorar la centralidad del perdón de Dios, de la misericordia divina, es parte de nuestra fe.
Dios es Amor. Por amor creó el universo; por amor suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del hombre.
El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que penetró en el mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte. Desde entonces, la historia humana quedó herida por dolores casi infinitos: guerras, injusticias, hambre, abusos, esclavitud, infidelidad, desprecio a los ancianos y a los niños por nacer, explotación de los obreros, asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos. Una historia teñida de sangre, de pecado.
Pero una historia que también es el campo de acción de un Dios que es capaz de superar el mal con la misericordia, el pecado con el perdón, la caída con la gracia, el fango con la limpieza, la sangre con el vino de bodas.
Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón manchados por infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es más fuerte que el pecado.
Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación universal, movido por una misericordia infinita. Envió profetas y señales de esperanza. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese derrotado, que fuese devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las misericordias: Jesús es el buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a mí, cuando estoy tirado en el camino, herido por mis faltas, para curarme, para traerme a casa.
Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que desciende a nuestro lado y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que dijo en la cruz “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” y que celebra un banquete infinito cada vez que un hijo arrepentido vuelve a casa. Creo en el Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a pesar de los errores de algunos bautizados, sigue presente en su Iglesia, ofrece sin cansarse su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.
Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor, porque nos ha regenerado y salvado, porque ha alejado de nosotros el pecado, porque en su Misericordia podemos llamarnos hijos.
Por el P. Fernando Pascual
La palabra misericordia tiene su origen en dos palabras del latín: miserere, que significa “tener compasión”, y cor, que significa “corazón”. Ser misericordioso es tener un corazón compasivo. La misericordia, junto con el gozo y la paz, son efectos del perdón; es decir, del amor.
Un palpable ejemplo de este tipo de amor misericordioso es el de Dios, que siempre está dispuesto a cancelar toda deuda, a olvidar, a renovar. Para educarnos en el perdón debemos constantemente recordarlo. Valorar la centralidad del perdón de Dios, de la misericordia divina, es parte de nuestra fe.
Dios es Amor. Por amor creó el universo; por amor suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del hombre.
El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que penetró en el mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte. Desde entonces, la historia humana quedó herida por dolores casi infinitos: guerras, injusticias, hambre, abusos, esclavitud, infidelidad, desprecio a los ancianos y a los niños por nacer, explotación de los obreros, asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos. Una historia teñida de sangre, de pecado.
Pero una historia que también es el campo de acción de un Dios que es capaz de superar el mal con la misericordia, el pecado con el perdón, la caída con la gracia, el fango con la limpieza, la sangre con el vino de bodas.
Sólo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón manchados por infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es más fuerte que el pecado.
Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación universal, movido por una misericordia infinita. Envió profetas y señales de esperanza. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese derrotado, que fuese devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las misericordias: Jesús es el buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a mí, cuando estoy tirado en el camino, herido por mis faltas, para curarme, para traerme a casa.
Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que desciende a nuestro lado y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que dijo en la cruz “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” y que celebra un banquete infinito cada vez que un hijo arrepentido vuelve a casa. Creo en el Dios que, a pesar de la dureza de los hombres, a pesar de los errores de algunos bautizados, sigue presente en su Iglesia, ofrece sin cansarse su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.
Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor, porque nos ha regenerado y salvado, porque ha alejado de nosotros el pecado, porque en su Misericordia podemos llamarnos hijos.
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